Mi madre, una señora dos veces viuda de casi setenta años, se enteró al mismo tiempo de dos novedades sobre su único hijo varón. Primero le dijeron que me había dado un infarto, que yo estaba grave en el extranjero y que mi vida pendía de un hilo; un rato después le confirmaron que durante la desgracia no me acompañaba mi esposa ni mi pequeña hija, sino una mujer desconocida a la que mi madre bautizó inmediatamente “la otra” y a quien le adjudicó la culpa de mi episodio cardíaco, de mi desbarranco sentimental y de mis futuras desgracias económicas.
Chichita, mi madre, es así. No le gustan mucho las medias tintas.
Una vez que supo que además de infartarme me había divorciado, sacó un pasaje a la ciudad del extranjero donde yo agonizaba. Su objetivo era llegar a tiempo para poder matarme con sus propias manos, antes de que lo hiciera el coágulo de grasa que me obstruía el corazón.
—Por favor, que alguien la detenga en el puerto —le decía yo a mi mejor amigo Chiri, por teléfono, mientras dos enfermeras me entubaban en el hospital.
En el barco que la llevaba a mi encuentro, Chichita lloraba y lloraba. Intentaba calmarse, pero no podía decidir qué situación la ponía más triste, si el infarto o la separación matrimonial. De hecho, evitó contarle a su propia madre Beatriz (de casi noventa años) lo que me había ocurrido.
Mi abuela había estado casada un millón de años con mi temible abuelo Marcos, y jamás se le había pasado por la cabeza el divorcio. Chichita le ocultó a su madre la desgracia del nieto para preservarla de las tristezas, pero si hubiera tenido que hacerlo (me dijo después) le habría informado sobre el episodio cardíaco y no sobre el cambio en mi estado civil. A mi madre lo segundo le parece más trágico.
A mí me cuesta pensarlo en esos términos, porque una de las dos noticias es una decisión meditada, abre puertas de esperanza en la habitación del futuro, y sobre todo libera a una pareja de su error.
La otra noticia sí es preocupante: se trata de la peligrosa lesión de unos tejidos en el pecho que provocan que la pobre víctima (es decir yo) ya no pueda disfrutar nunca más del queso semi curado y del resto de los placeres de la vida.
Para mí no hay punto de comparación entre un infarto y un divorcio. Pero, ¿esto que siente mi madre es puramente generacional? Sospechar que en una separación solamente puede caber la tristeza, o que es un dolor equiparable a una enfermedad mortal, ¿es algo que sienten las señoras de casi setenta años, dos veces viudas, católicas, sudamericanas y educadas en la perdurabilidad del amor, o es un prejuicio extendido?
Lo que hice unas semanas más tarde, cuando los médicos me permitieron volver a escribir, fue testear esta pregunta entre un grupo más variopinto.
Escribí un relato sobre los detalles de mi infarto en donde, de un modo lateral, sin explicar mucho y haciéndome el desentendido, dejaba entrever también que me había divorciado. Y un martes cualquiera publiqué el texto en mi blog, donde suelen ir a entretenerse lectores de edades y geografías diversas que conocen bastante bien mi vida privada.
Les quise contar a ellos el asunto del mismo modo que se enteró Chichita, es decir de sopetón, para espiar sus reacciones en los comentarios.
Lo que hice fue simple: envolví la noticia de la separación entre otras novedades de la trama, como si fuese un elemento sin importancia de la banda sonora:
“Si hubiera tenido que elegir el peor momento para morirme habría sido ese”, escribí. “No solamente estaba en un país que no era el mío; también me había separado de Cristina después de quince años y la única persona que sabía que yo estaba en Uruguay con Julieta era la propia Cristina; y para peor, el equipo de fútbol más bullicioso de Montevideo acababa de salir campeón y el tráfico a los hospitales era imposible.”
Después de ese párrafo seguí con la narración cardíaca hasta el final, haciéndome bastante el boludo sobre el otro asunto.
El resultado fue alucinante. A la mayoría de los lectores les importó poco o nada que yo haya estado al borde de la muerte. Minimizaron mi tragedia, les chupó un huevo que ya no pudiera fumar ni almorzar fritangas ni cosechar porro en mis macetas. El gran debate de los comentarios del blog fue la grandísima tragedia de la separación.
En el fragor de la charla grupal, muchos dieron por sentado que mi exmujer había sido abandonada, o por lo menos que estaba sufriendo, sintieron tristeza o decepción por la noticia del divorcio y casi ni les llamó la atención la trama principal, ni los detalles sobre el infarto de miocardio.
Una lectora mexicana grabó un video en Youtube diciendo que yo era un miserable.
Otro lector aportó una frase de Enrique Jardiel Poncela:
“El amor es como una goma elástica que dos seres mantienen tirantes, sujetándola con los dientes; un día, uno se cansa, suelta, y la goma le da al otro en las narices”.
Otro grupo muy divertido, que entiende bien la fusión entre vida y literatura, confesaba que iba a echar de menos a Cristina como personaje de mis historias, y que rechazaría con prejuicio cualquier aparición futura de Julieta, mi nueva pareja, a la que bautizaron con seudónimos horribles.
Se habían convertido todos en Chichita.
Ese relato, que tiene más de doscientos comentarios muy singulares en los que yo no participo ni respondo (por primera vez en los doce años de mi blog), apareció unos días después en un periódico muy popular de la Argentina y mi abuela Beatriz, la anciana que no debía enterarse de lo que me había pasado, se enteró.
Mi madre fue a visitarla la tarde siguiente y mi abuela estaba más silenciosa de lo habitual. Después del té, madre e hija se sentaron a ver la televisión. Mi abuela entonces preguntó sin vueltas:
—¿Así que Hernán tuvo un infarto?
Mi madre, sorprendida, le dijo que sí.
—Decile que se cuide, que no sea pavo.
Mi madre asintió otra vez y las dos volvieron a quedarse en silencio. Al rato mi abuela arremetió de nuevo:
—¿Y es verdad que se separó, como dice el diario? —preguntó con los ojos suspicaces.
Chichita suspiró profundo, previendo el melodrama, y le dijo que sí, que Cristina y yo ya no vivíamos juntos. Entonces mi abuela Beatriz bajó la vista:
—Ay, nena, qué suerte —dijo—, si yo hubiera podido hacerlo, en mis tiempos.
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