Ángel Correa Torres
Dept. de Psicología Experimental, Universidad de Granada, España
(cc) Ángel Correa Ortega.
Para dar respuesta de una forma amena y sencilla a esta apasionante cuestión, en este artículo se describen experimentos y situaciones cotidianas que ilustran el papel de nuestros procesos mentales de memoria, atención y emoción en la difícil tarea de estimar la duración de los eventos que experimentamos en nuestra vida diaria.
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Entender qué es la percepción del tiempo es una de las grandes cuestiones que aún no han resuelto los científicos. Comprender qué es el tiempo en sí mismo ya es un gran reto. Precisamente, un conocido actor americano, Alan Alda, que trabaja en una universidad de periodismo neoyorkina, ha planteado esta pregunta a los científicos que estudian el tiempo (
http://www.centerforcommunicatingscience.org/the-flame-challenge-2/). Se trata de un concurso donde los científicos intentarán explicar qué es el tiempo de forma que lo pueda entender un niño de 11 años. Serán los propios niños, unos 6000, los que harán de jurado.
Block (1990) distingue tres campos de investigación en la psicología del tiempo: los ritmos biológicos, las experiencias de duración y el estudio del tiempo histórico-cultural. En relación con los ritmos biológicos y las experiencias de duración, que constituyen el foco del presente artículo, podemos considerar que en nuestro cerebro tenemos varios relojes, cada uno especializado en medir un rango de duración concreto.
Uno de ellos es el reloj circadiano, sintonizado para medir duraciones en torno a las horas del día. Está formado por un núcleo de neuronas situado en el hipotálamo, y se encarga del control de nuestros horarios de vigilia y sueño, de alimentación, etc. Este es el famoso reloj que se desajusta cuando hacemos un largo viaje en avión y provoca el fenómeno conocido como “jetlag”.
Nuestro cerebro además cuenta con un reloj de milisegundos, capaz de procesar con gran precisión intervalos muy breves. Este cronometraje es muy importante para, entre otras cosas, percibir el habla correctamente (p. ej., distinguir dos fonemas que se diferencian en una pequeñísima duración), para escuchar música (percepción del ritmo), o para el control de nuestros movimientos (p. ej., cuando intentamos capturar una pelota al vuelo).
Finalmente, el reloj cognitivo sirve para medir duraciones comprendidas entre segundos y minutos y se encarga de nuestra experiencia consciente del paso del tiempo. La gran ventaja de este reloj es que es muy flexible, es decir, se puede poner en marcha y parar cuando queramos. Sin embargo, el reloj cognitivo tiene como inconveniente el que existen multitud de factores que pueden alterar la exactitud de sus mediciones con relativa facilidad.
Si nos centramos en el reloj cognitivo, podemos definir la percepción del tiempo como un fenómeno complejo que requiere de la participación orquestada de varios procesos cognitivos. Entre estos procesos destacan la memoria y la atención que prestamos al paso del tiempo. El filósofo y matemático Bertrand Russell (1992) puso de manifiesto la importancia de la memoria en la percepción del tiempo con gran claridad: “Cuando miramos el reloj, podemos ver moverse el segundero, pero sólo la memoria nos dice que las manecillas de los minutos y las horas se han movido”. Esta afirmación además ilustra una de las estrategias que adoptamos para afrontar la difícil tarea de percibir el tiempo: la utilización de representaciones espaciales concretas para representar entes abstractos, como a veces ocurre con el concepto de tiempo (
Román, 2007).
Por otra parte, la atención que prestamos a los eventos también es un factor crucial que determina el funcionamiento de nuestro reloj cognitivo. Tenemos dos dichos populares que lo ilustran muy bien. El primero se le atribuye al científico Benjamin Franklin y, traducido del inglés, sería aproximadamente: “Una olla observada nunca rompe a hervir”. Es decir, cuando prestamos mucha atención a que ocurra algo y, por tanto, nos focalizamos en el paso del tiempo, experimentamos una sensación subjetiva de que el tiempo pasa muy despacio. Es lo mismo que ocurre cuando estamos aburridos, enfermos o esperamos a que nos llame alguien importante (como cantaba la artista Madonna en su canción “Hung up”). Estas situaciones tienen en común que, al no haber nada más interesante en qué pensar, el paso del tiempo se convierte en el foco de nuestra atención, y esto distorsiona nuestra sensación, haciendo que el tiempo se alargue hasta la eternidad.
El segundo dicho expresa que “el tiempo pasa volando cuando lo estás pasando bien”. En esta situación ocurriría todo lo contrario: si estamos viendo una película muy entretenida o estamos realizando una actividad muy absorbente, eso es lo que captura nuestro foco de atención y el tiempo pasa sin que seamos conscientes de ello. Es como si, al distraernos, perdiéramos la cuenta de algunos tic tac o pulsos de nuestro reloj cognitivo y tenemos la sensación de que se acorta el tiempo.
Es interesante destacar que situaciones como las anteriores, en las que el tiempo se alarga o se acorta, suelen llevar asociado un importante componente emocional, de modo que la relación entre las emociones y la percepción del tiempo es muy estrecha (Droit-Volet y Meck, 2007). Por ejemplo, cuando percibimos que no nos va a dar tiempo a hacer algo que tenemos que hacer (terminar de preparar un examen, llegar a tiempo a una reunión mientras estamos en un atasco de tráfico), solemos experimentar emociones negativas como la ansiedad y el estrés.
La relación entre la percepción del tiempo y nuestras emociones también ocurre en sentido inverso, es decir, las emociones influyen en cómo percibimos el tiempo. El neurocientífico David Eagleman realizó un experimento donde los participantes tenían que saltar desde una plataforma de 15 plantas de altura a una red, y después estimaban cuánto tiempo había durado el salto (Stetson, Fiesta y Eagleman, 2007). Los participantes de este estudio estimaron que el salto duró tres veces más de lo que realmente duró (tres segundos). Parece que las emociones fuertes, como las que producen algunos deportes de riesgo, distorsionan profundamente nuestra sensación del paso del tiempo y, por tanto, afectan a nuestro reloj cognitivo.
Aunque todavía existen muchas incógnitas acerca de cómo el cerebro es capaz de percibir el tiempo, recientemente se están produciendo importantes avances respecto a cuáles son las áreas cerebrales más relevantes. Una de las ideas más aceptadas es que la percepción del tiempo implica la actuación coordinada de una red de estructuras cerebrales, tanto subcorticales (ganglios de la base y cerebelo, zonas de nuestro cerebro primitivo relacionadas con el control de los movimientos), como zonas de la corteza cerebral, cuya estructura clave está en la parte frontal (véase Correa, Lupiáñez y Tudela, 2006, para una revisión en castellano; Coull, Vidal, Nazarian y Macar, 2004).
En la Universidad de Granada hemos realizado una investigación donde encontramos que los pacientes que han sufrido una lesión cerebral en la parte frontal del cerebro tienen serios problemas para percibir el tiempo y para hacer uso de la información temporal (Triviño, Correa, Arnedo, y Lupiáñez, 2010; para un resumen en castellano véase
Triviño, Correa, Arnedo y Lupiáñez, 2010). Las dificultades que tienen estos pacientes para percibir el tiempo se parecen a lo que ocurre con los niños cuando, p.ej., en un viaje de coche están continuamente preguntando “¿papá, cuánto falta para llegar?”. Aunque les respondamos que faltan cinco minutos, ellos sólo esperarán uno antes de volver a preguntar. Justamente, la parte frontal del cerebro, importante para la percepción del tiempo, es la que más inmadura se encuentra en los niños. Así, los niños pequeños, al igual que los pacientes con lesión frontal, no tienen una percepción del tiempo muy ajustada a la realidad. Digamos que un minuto les parece como si durara diez.
En este artículo hemos repasado brevemente algunos ejemplos que ilustran la volatilidad de nuestra capacidad para percibir el paso del tiempo. La memoria, la atención y nuestras emociones, junto con sus estructuras neurales subyacentes, forman un complejo entramado de procesos neurocognitivos cuya precisión para estimar el tiempo puede verse alterada con relativa facilidad. Por cierto, si has tenido la sensación de que el tiempo de lectura de este artículo ha pasado rápido, ¡será que no te ha resultado muy aburrido!
Referencias
Block, R. A. (1990).
Cognitive models of psychological time. Hillsdale: Lawrence Erlbaum Associates.
Correa, A., Lupiáñez, J. y Tudela (2006). La percepción del tiempo: Una revisión desde la Neurociencia Cognitiva.
Cognitiva, 18, 145-160.
Coull, J. T., Vidal, F., Nazarian, B. y Macar, F. (2004). Functional anatomy of the attentional modulation of time estimation.
Science, 303, 1506-1508.
Droit-Volet, S., y Meck, W. H. (2007). How emotions colour our perception of time.
Trends in Cognitive Sciences, 11, 504-513.
Stetson, C., Fiesta, M. P., y Eagleman, D. M. (2007). Does time really slow down during a frightening event?
PloS ONE, 2(12), e1295. doi:10.1371/journal.pone.0001295
Triviño, M., Correa, A., Arnedo, M. y Lupiáñez, J. (2010). Temporal orienting deficit after prefrontal damage.
Brain, 133, 1173-1185.
http://medina-psicologia.ugr.es