sábado, 12 de octubre de 2013

¿Qué cambiarías del ser humano?


¿Ha notado el lector que a menudo el peor aspecto de la personalidad de alguien es también el mejor? Puede que conozcamos a un contable obsesivo y minucioso que nunca cuenta chistes, ni los entiende, pero de hecho es esto lo que lo convierte en el contable perfecto. O puede que tenga una extravagante tía que es una bocazas, pero que por eso mismo es la animadora de todas las fiestas. La misma dualidad es aplicable a nuestra especie.
Ciertamente no nos gusta nuestra agresividad —al menos, la mayor parte del tiempo—, pero ¿acaso sería tan buena idea crear una sociedad desprovista de ella? ¿No nos volveríamos tan dóciles y sumisos como corderitos? A nuestros equipos de fútbol y demás deportes les daría igual ganar o perder, sería imposible encontrar gente emprendedora y las estrellas del pop sólo cantarían nanas aburridas. No estoy diciendo que la agresividad sea buena, pero está presente en todo lo que hacemos, no sólo en el asesinato y el desorden público. Así pues, eliminar la agresión humana es algo que debe meditarse detenidamente.
Somos monos bipolares. Tenemos algo del gentil y sexual bonobo, al que nos gustaría emular, aunque sólo hasta cierto punto; de otro modo, el mundo se convertiría en una gigantesca fiesta hippy de flower power y amor libre. Quizá seríamos felices, pero nada productivos. Y también tenemos algo del brutal y dominante chimpancé, una faceta que quizá quisiéramos suprimir, pero no del todo, porque ¿de qué otro modo íbamos a conquistar nuevas fronteras y defender las nuestras? Se podría aducir que no habría problema si toda la humanidad se volviese pacífica al mismo tiempo, pero ninguna población es estable a menos que sea inmune a la invasión de mutantes. Todavía me preocupa la posibilidad de que un lunático reúna un ejército y explote los puntos débiles del resto de la humanidad.
Así, por extraño que resulte, sería reacio a un cambio radical de la condición humana. Pero si hubiera algo que yo pudiera cambiar de la humanidad, me decantaría por ampliar el alcance del sentimiento de compañerismo. El mayor problema en la actualidad, con tantos grupos diferentes pegados unos a otros en un planeta atestado, es la lealtad excesiva a la nación, la religión o el grupo propios. Somos capaces de sentir un profundo desprecio hacia cualquiera que tenga una apariencia diferente o piense de otra manera que nosotros, incluso a grupos vecinos con un ADN casi idéntico, como ocurre con israelíes y palestinos. Las naciones piensan que son superiores a sus vecinas, y cada religión piensa que es depositaria de la verdad. Cuando llegan los aprietos, están dispuestas a someter a las otras e incluso eliminarse entre sí.
En los últimos tiempos hemos visto caer dos grandes torres de oficinas derribadas por aviones deliberadamente lanzados contra ellas, así como bombardeos sobre la capital de una nación, y en ambas ocasiones la muerte de miles de inocentes se celebró como el triunfo del bien sobre el mal. Las vidas de los extranjeros a menudo se desvalorizan. A la pregunta de por qué nunca hablaba del número de civiles muertos en la guerra de Iraq, el secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfield respondió: “Bueno, no contamos cuerpos de otra gente”.
La empatía hacia “otra gente” es el único bien del que el mundo está más falto que de petróleo. Sería estupendo que pudiéramos crearla, aunque fuera en pequeña cantidad. Un indicio de cómo cambiaría esto las cosas lo tuvimos cuando, en 2004, el ministro de Justicia israelí Yosef Lapid se sintió conmovido por las imágenes de una mujer palestina en las noticias: “Cuando vi en la televisión la imagen de una anciana a cuatro patas entre las ruinas de su casa, buscando sus medicinas bajo unas baldosas, me pregunté qué diría yo si fuera mi abuela”. Aunque los sentimientos de Lapid enfurecieron a la línea dura de la nación, el incidente mostró lo que ocurre cuando la empatía se expande. En un breve momento de humanidad, el ministro había incluido a los palestinos en su círculo de preocupaciones.
Si yo fuera Dios, reajustaría el alcance de nuestra empatía.
Frans de WaalLa edad de la empatía.

http://www.historiasdelaciencia.com/

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